HISTORIAS URBANAS
Apresuradamente por llegar a su destino,
Ramón Rojas, cruzaba el parquecito de San Agustín una tarde de domingo bajo el
sol de las 3 y media de la tarde. Venía de un encuentro con su tía Emilia, que
había venido de Tenguel y se regresaba aquel mismo día. Tenía que aprovechar la
oportunidad de enviarle a su familia un dinerito que había ahorrado, además del
gusto de abrazar a la a la enjuta y diminuta tía Emilia.
Entre la gente que esperaban la llegada
de los buses que de dirigen al suburbio estaba, tímidamente forcejeando por
mantener su puesto, Eugenia del Pozo. Aquel día trabajó horas extras en la
tintorería y deseaba arreglar su pequeño cuarto que alquilaba en un antiguo
conventillo. Soñaba siembre con tener una habitación mas decente fuera del
peligroso y contaminante vecindario. Quería compartirla con María, su media
hermana, a la que deseaba traer a
Guayaquil. Eugenia añoraba los perfumes y recuerdos, que cual pentagrama
multicolor, se diluían en sus recuerdos del campo lejano del cual ella provenía.
-¡Deja que suba primero la señorita! Le
dijo enojado Ramón al pasajero que le impedía el paso a Eugenia.
-¡Ya sapo! Fue la respuesta de aquel.
Ramón recordaba con lujo de detalles el
día, la hora y las circunstancias de la aquella primera vez en que cruzaron sus
miradas. Había visto muchas, pero como aquella, ninguna. Fue como una aparición
predestinada; como un encuentro con el destino; como una mágica premonición que
marcarían sus vidas para siempre. Durante sus primeros meses de casados, juntos
evocarían aquel fugaz encuentro.
Eugenia amaba a Ramón por su coraje,
esfuerzo en el trabajo, responsabilidad, porque se sentía correspondida y…
simplemente “porque lo amaba”
Aquella tarde del 25 de octubre de 2007,
descubrió la principal razón de su existencia y comprendió el por qué, teniendo
espacio entre su corta familia en el campo, ella decidió a pasar calamidades en
esta: la gran ciudad. Es nuestro destino, decía siempre, como quien no dice
nada.
Apretujada en la buseta que ingresa a
Bastión Popular y que viene desde el sur, cruzando en su totalidad la Avenida
Machala, Eugenia regresaba de la tintorería, lugar de su trabajo donde atendía
al público. El olor de la mugre ajena y el de las hilachas textiles suspendidas
en ese ambiente, la hacían disfrutar de la brisa que entraba por las ventanas
del atestado autobús. Nuevamente, y mientras la tarde se moría atrás del
cerrito verde, Eugenia regresaba a su humilde vivienda con la ilusión de estar
con su marido.
-Ojala lo dejen salir a tiempo de su
trabajo, pensaba. Los patrones exigen mucho y no le pagan sobretiempo. Por lo
menos la paga, aunque poca, es segura.
Absorta en sus pensamientos y
planificando una comida rápida y frugal para su marido, la 125 llagaba ya casi
a su destino. Desde este punto el carro sube una tortuosa cuesta empolvada y el
olor de su barrio empieza a hacerse presente.
Entre el bullicio de los chiquillos que
juegan a la pelota, el juguero y el de las prostitutas recién levantadas y que
tratan de sacarse la chupa de ayer bebiéndose una cerveza con los malandros de
la esquina, y se acicalan para su trabajo, el vaho de la miasma que se vierte rebosante
a la calle desde las improvisadas alcantarillas como un líquida turbio de lo
antier fue arroz con menestra, empieza a disiparse lentamente mientras se
enfría la tarde.
-Pare!, Pare!, dijo la gorda colorada del
último asiento mientras empujaba su voluminosidad lubricada por el sudor de los
pasajeros y sus propios efluvios que chorreaban por su gordo cuello.
-¡Que pare le digo!
Aprovechando la estela de espacio vacío
que dejaba la obesa mujer tras de si, Eugenia busca el espacio para seguirla y
bajarse del colectivo. Total, ¡que para algo que sirva su vecina!
Caminando hacia su casa por el empinado
callejón, Eugenia observa como discurre la vida de la que quisiera pronto
salir. Varios crios mugrientos chupando mangos con moco y con las manos sucias,
y a sus despreocupadas y regordetas madres conversando sentadas en los
zaguanes, comentando la aventura Doña María con el carnicero, al tiempo que
muestran sus interiores al transeúnte.
Su casa queda a la media bajada del otro
lado del cerro al que finalmente corona. Qué distinta es la brisa en este lado,
se dice, mientras emprende la bajada.
-Hola vecina, ¿llegando del trabajo?
pregunta Dolores, cuyo marido vende pescado en la Caraguay y que muchas veces
le ha regalado lizas y unas cabezas de corvina.
-Si. Y un poco cansadita vecina. ¿Cómo
están sus niños? En el camino encontré a su Manolo jugando a la pelota…
-¡Ese muchacho no quiere estudiar! …ni
ayudar a su padre en la venta… pero estamos contentos porque no tiene vicios…
Habiendo detenido el ritmo de sus pasos,
finalmente Eugenia ingresa a su habitación después de luchar con la cerradura
de un enorme y viejo candado.
En la rústica ducha y a través de la
limpia cortina de plástico, se percibe la turgente figura de la hermosa mujer.
Ahora que cumplió los veinticinco está mejor y mas bonita que cuando conoció a Ramón
hacía ya tres años. Cada movimiento de su cuerpo al recorrerlo con sus manos,
es inspirador.
-Ramón, ¿eres tu? Pregunta Eugenia al escuchar pasos en la
habitación.
-Si mi amor, hoy salimos tarde y estoy hambriento.
¿Tienes algo de comer?
-Primero báñate, le contesta Eugenia.
-¿Está el agua fría? Pregunta Ramón indeciso todavía.
-Si! …pero yo estoy caliente le contesta
Eugenia.
Con ese argumento, Ramón le pierde el
miedo al agua fría.
Una vez en la cama y ya mucho mas
tranquilos, luego de gozar con entusiasmo de sus descargas hormonales juveniles,
Ramón y Eugenia finalmente duermen.
El silencio de la noche se rompe
abruptamente con el crujir de viejos maderos rotos y el seco golpe de un enorme
peso que cae en tierra: ¡son los tumbapuertas!
Desde que Eugenia llegó hace tres años al
barrio del Cero de las Iguanas, allá en Bastión Popular, sus diarios recorridos
por los empinados callejones del muladar, llamaron poderosamente la atención de
sus vecinos: estaba fuera de lugar como una mancha blanca lo está encima de la
mugre.
La organización jerárquica de control y
mando del barrio se desplegaba de arriba para abajo en orden inverso a la
moral. La ley de la selva cumple textualmente sus artículos con trofismo que
espeluzna. El infierno calienta tanto a la fría noche, como agusana corazones.
Bicho Malo, El Manaba y Perro Vago eran
integrantes de un subgrupo de delincuentes comandado por N.N. Jabón, mas
conocido como “Jaboncito”, mas por referirse a lo resbaloso que al diminutivo
de su apellido. Jamás se inmutaba por que le dijeran que era un hijoeputa. Con orgullo
decía que si, que su madre, que hasta los cincuenta años trabajó de puta, con
el sudor de su culo le dio de comer. Solamente diferenciaba la intención, la
inflexión o el tono de la voz del que se lo espetara, para marcar la diferencia
de su reacción que podría ser mortalmente violenta.
En la esquina del barrio, al lado del
chongo de la vieja Pepa, este grupo antisocial planificaba sus golpes al calor
del puro y uno que otro cigarrillo cargado. Tenían una obsesión y ella era la
pelada esa aniñada que se pedorreaba por la oreja llamaba Eugenia. Si, Eugenia,
la mujer del macito ese zanahoria que sabían que se llamaba Ramón y que muchas
veces le buscaron trovo sin conseguir que reaccionara, “ha de ser maricón ese
jodido hijoeputa” comentaba Jaboncito mientras escupía un sorbo de aguardiente,
como manda la buena cortesía del bebedor marginal. Le habían realizado toda una
disección morbo-anatómica de cada una de las partes de Eugenia. Lo que les faltaba
era la verificación científica en la praxis; y justamente eso se planificaba.
El reloj de Perro Vago marcaban las 2
menos cinco de la madrugada de una lluviosa y cálida noche de invierno. El
sonido de las gotas de agua sobre los techos de zinc apagan cualquier otro
sonido nocturno. Hacia calor y el grupo de Jaboncito sudaba dentro de los
fétidos encauchados que revelaba los múltiples iviernos pasados.
Su intención no iba mas allá de la de
sorprender a la pareja, inmovilizar al mariconcito del marido para que
disfrutara como invitado de primera fila de unos cariñitos especiales que tenían
planificados para la pelucona de Eugenia. Solo eso, nada mas. “Para que no coma
solito” razonaba filosóficamente el Manaba; porque ahora con Correa “La Patria
ya es de todos” sonreía mostrando el hueco de los dos dientes frontales que le
dejó de recuerdo una antigua paliza que le propinaros los chapitas.
Forzar una puerta con violencia era su
especialidad, el estilo tumbapuerta su preferido. En una secuencia de breves segundos
se encontraron en el interior de la vivienda buscando ávidamente la cama para
tomarlos de sorpresa. Ramón escucho el ruido extraño y pensó que había sido el
estruendo de un trueno. Cuando reaccionó fue demasiado tarde. El estaba inmovilizado
por los fuertes brazos del Manaba, mientras el resto de la banda trataba de
doblegar el espíritu de lucha de Eugenia que, por el forcejeo, mostraba sus
senos a la luz de la penumbra y dejaba adivinar la turgencia de una de sus
piernas mientras era sostenida fuertemente de su cabellera por Jaboncito que
extasiado disfrutaba de la escena.
-Tranquila mijita que hoy vas a saber lo
que es verga, le repetía Jaboncito muy cerca de oído, como para animarla, pero
sólo lograba que Eugenia se defendiera con mas violencia retorciéndose y
cerrando sus piernas mientras Ramón trataba con todas sus fuerzas de zafarse de
la llave de luchador que le impuso el Manaba.
El pensamiento de Eugenia estaba preso en
la imagen de Ramón mas que en su situación de ser atacada. Deseaba que alguien
viniera en su ayuda para que Ramón no pudiera zafarse en ese momento y atacara
a sus agresores. Sabía que su marido la defendería hasta la muerte y eso mismo
era lo que quería evitar. La escena pasó del tiempo real al de cámara lenta,
salpicando la acción con los recuerdos de sus momentos felices en el campo
donde con su hermana se bañaban en el río envueltas por el perfume del guayabo
florecido, se percata del descuido del Manaba que por querer ver lo que ya
empezaba a mostrarse por en medio de las piernas de Eugenia, distrae al
delincuente que pierde el control de Ramón y ve, horrorizada, como su marido se
abalanza contra el grupo que aún no se percata hasta que el Manaba les grita
“cuidado”.
Con una reacción de procedimiento
rutinario en situación de peligro, uno de los delincuentes saca de debajo de
gabán una recortada que ante los ojos que por ningún motivo puede cerrara ya
Eugenia aunque lo quera, ve como de la boca del arma se expulsa la muerte como
una bola de fuego que se alarga fugaz y hambrienta y que desaparece casi al
mismo tiempo de que Ramón, en el aire, es detenido a raya como suspendido en el
infinito del tiempo y de su espalda brotan hilachas de sangre y carne que se
atomizan en la atmósfera sobrecargada de calor de la habitación.
El olor del miedo ahora entremezclado con
el de la pólvora y la sangre no podrán ser olvidados ni en mil eternidades
juntas.
Los diarios recuentan a su manera la
historia y la tragedia humana se convierte en estadística sin actores. Nadie
supo, nadie vio; no escucharon, no los conocen y, aunque todos saben quiénes
fueron, nadie se atreve a declararlo.
Al otro lado de la ciudad, en la tintorería
donde trabaja Eugenia comentan la tragedia y su supervisor, hombre solitario de
mediana edad -pues ya bordea los cuarenta- decide involucrarse con el propósito
de llevar ayuda de amistad y económica a la recepcionista que atendía al
público ya que en lo profundo de su corazón la admiraba. Nunca había comentando
nada de su afecto por ella, a pesar que muchas tardes de poca actividad habían
conversado por largo tiempo, porque sabía que amaba a su marido. Con los datos
del registro del Seguro Social y los de empresa, arma su mapa de ruta para
encontrar a Eugenia.
Con el desenlace trágico de la noche de
los hechos, Jaboncito y su banda únicamente pudieron imaginar de muy cerca lo
que ya habían imaginado de lejos. Lo que vieron en la penumbra de aquella noche
sería un incentivo para terminar su tarea a como de lugar y por encima de todas
las prioridades.
Del pueblo de Tenguel había llegado la
madre de Eugenia, juntas enfrentaban los trámites en la PJ. Había declarado y
estaba puesta la denuncia en la comisaría y también le habían adjudicado un
agente para la investigación, trámite que en todos los casos se repite y nunca
produce resultados. Pregúntenle a cualquiera de los denunciantes de delitos de
robo, asalto y asesinato y les repetirán la misma experiencia sazonada con las
mas abyectas y obscenas imprecaciones que involucran a las madres de los
policías y comisarios en el oficio mas antiguo de la humanidad. Y este caso no
podría ser la excepción.
Jaboncito era palo grueso en la PJ. Casi
podía decirse que era agente encubierto o algo así como asesor en el
Departamento de Inteligencia, por algo él era primohemano del cabo Troncoso, un
investigador bajito, cetrino de mirada huraña que lucía un bigote que escondía
una cicatriz de labio leporino, de voz ligeramente gangosa, mal geniado y con
aliento a muelas podridas, algo así como el olor al hormado de la Navidad del
año pasado alojado todavía entre sus piezas dentales.
La historia de la investigación había
pasado ya por algunos estadios de dinero y mas dinero sin resultados
satisfactorios y, al carecer de tan preciado elemento, la negociación se
enfilaba al pago mediante el consabido descuento. Una tarde ardiente de sol invernal,
confabulados un poli y Jaboncito, pusieron en funcionamiento el plan burundanga,
infalible sistema que, mezclado en una bebida, se hace solito. Sola, sin
defensa y burundungueada, Eugenia, se desplazaba en un carro de policía a lo
largo de la calle Portete al caer la tarde. Mamá está en casa esperando pero
Eugenia no volverá hasta pasado es segundo día.
La vieja Pepa, la del chongo en Bastión
Popular, tiene otros chongos desparramados en la marginalidad y necesita
peladas nuevas que le rindan buena lana. Su clientela, cuando da un buen golpe,
gasta y paga muy bien por la carne fresca. El problema no es el billete, el
asunto es tener buena mercadería, alegremente
dice. Jaboncito quiere ahora experimentar como chulo y dejar atrás la
mala vida.
El tímido cuarentón que alguna vez fue
supervisor de Eugenia, ha continuado en contacto con ella y con la madre,
suministrando apoyo logístico en su antiguo lada que alguna vez fue carro del
año y apoyando a la pareja con lo poco que había tenido ahorrado. Su interés
por la muchacha era mas fuerte que las extrañas y denigrantes circunstancias a
la que había sido sometida y por encima del razonamiento prevalecían las reflexiones
de su corazón. Había tomado una decisión.
Recogiendo los despojos de su vida y tratando
de sustituir con su fantasía las piezas que han sido destruidas, Eugenia y su
madre, con la ayuda de José Medina, que es el nombre de su ex supervisor,
deciden regresar al campo del cual provienen. Momentáneamente José Medina ha dispuesto
su departamento, que es de dos dormitorios, para que en uno de ellos se instale
Eugenia mientras su madre regresa a Tenguel para, junto a su hermana, preparar
un lugar para ella. Afuera en la calle, en el entramado de la puta vida, como
en un circula vicioso, se entretejen viejos hilos con nuevas circunstancias que
sumarán nuevas tragedias.
La noche vuelve a ser el escenario que
marca rítmicamente en su vaivén el péndulo que marca el tiempo de la vida. Jaboncito
ya no anda con sus antiguos compinches. El había decidido cambiar de vida
dejando atrás su pasado de malhechor de barrio y quería ingresar en el negocio
de la vieja Pepa, había decidido escalar de rufián a chulo. Además, lo que ya había
visto y probado de la profesión lo excitaba. Con un poco de esfuerzo sería el
manager del mejor calzón que había conocido: la Eugenia.
Acompañado de sus nuevas amistades pertenecientes
al grupo del negocio de la vieja Pepa, Jaboncito arma su estrategia. Conoce la
nueva dirección de la chica, sabe en casa de quién esta posando y conoce
también que generalmente se encuentran a la hora del almuerzo cuando ella sale
por algún trámite. Es cosa de saber esperar y Jabón tiene paciencia.
El viejo lada, que una vez fue carro del
año, se desplaza a lo largo de la calle Quito para tomar la Avenida de las
Américas en busca de la Alborada, lugar de residencia de José Medina. Tenía
planes de regresar a Bahía para visitar a su familia que vivía en San Vicente
tan pronto dejara instalada en Tenguel a Eugenia. Aquel día había quedado con
ella que la recogería al caer la tarde en la Terminal Terrestre ya que temprano
en la mañana había viajado a su pueblo y regresaba a la ciudad a recoger otras
cositas que tenía que llevar a la casa de su madre.
De camino a casa mientras contaba a José
Medina de su familia y de las gallinas que habian muerto de la peste del
moquilo, Eugenia compartía las cocadas y el manjar de leche comprados en le
camino. Sorpresivamente mientras circulaban por el carril derecho de la Tanca
Marengo, justo pasando el Mall del Sol, donde el desvío que va a La Garzota
gira a la derecha, el Lada es rebasado por un Corsa azul que se cruza en su recorrido,
deteniéndolos. Del vehiculo se bajan a la velocidad del rayo dos hombres armados
que los intimidan, uno e ellos es Jaboncito. El viejo Lada que una vez fue
carro del año se queda solo junto a la planta eléctrica del Mal del Sol
extrañando las risas y la conversación de sus ocupantes.
La Vía a Daule es devorada rápidamente
por el vehículo en que, secuestrados van José Medina y Eugenia del Pozo, viuda
de Ramón Rojas, declarado muerto por muerte violenta una noche de invierno
allá, en el Cerro de la Iguanas, a media bajada del otro lado de la loma.
Eugenia cierra los ojos y vuelve a ver las nubes que desde la orilla el río, de
niña, le parecían grandes bolas de algodón de azúcar, del que su padre le
compraba en la fiesta del pueblo. Recordaba los cuentos que su abuelo Pancho le
contaba acerca del hombre que se convertía en caimán para cruzar el ría y de
las aventuras del Tío Tigre y del Tío Conejo en que la astucia del segundo
vencía las trampas del primero. Ramón, aterrado.
El golpeteo del ripio sobre los
guardafangos del vehículo semejante a una lluvia al revés, rompe el encanto de
su fantasía y denuncia que han entrado en una guardarraya. La carretera
principal se pierde entre la maleza mientras doblan por el camino pasando por
un desguazadero con destino hacia la nada.
Dos años debían pasar para que José
Medina se reponga de sus heridas psicológicas, porque las físicas fueron cosa
de seis meses en el hospital. Fue testigo obligado de lo que Jabón
originalmente tenía reservado al marido de Eugenia, con la diferencia que esta
vez la escena fue la de un Kamasutra Recargado, digno del Séptimo Infierno Del
Dante y recreado por Fellini… ¡Simbólicamente recargado en cada uno de sus
detalles!
Un solitarios José Medina hombre maduro
que ahora pisa los cincuenta, oriundo de San Vicente, provincia de Manabí,
pueblito cito frente a la ciudad de Bahía y separado por el estuario del río
Portoviejo, recorre polvorientas calles verificando las nuevas indicaciones que
ha conseguido para ubicar a su Eugenia.
Un grupo de mujeres en un lugar sin
nombre, porque ya no son necearías esas especificaciones, le indican con gestos
de las manos y señales de direcciones a seguir, un rumbo que José Medina
lentamente mira levantando la mirada que ahora es cabizbaja y se aleja del
grupo que, mientras él se aleja, las mujeres ríen sin vergüenza como burlándose
de su empeño, mientras reanudan sus conversaciones superfluas.
La
noche, la música y el olor a licor, a sudor y a sexo se entremezclan con el
ritmo. La madrugada vuelve a ser protagonista.
Un
hombre entra en aquel tugurio asfixiante. Camina entre cuerpos que sensualmente
se entrelazan y oscilan al ritmo del reguetón como gusanos en el vientre de un
perro muerto… Entre las sombras fuman sórdidas las prostitutas. Cada chulo
cuida la suya y cada cliente recibe el servicio por el que pagó… en un rincón
manoseada “ella” arregla su negocio con un negro que le romperá el culo.
Ella
lo ve venir. Lo ve acercarse incrédulo y pasmado… y antes de que llegue a
acercarse demasiado, toma al negro ebrio de su cliente por el brazo, le da la
espalda y suben por la rústica escalera que conduce a los cuartos del piso
superior sin mirar hacia atrás. Lentamente ella se pierde entre las sombras que
apenas rompen el foco rojo del segundo piso, mientras su imaginación la
transporta a la escalera de tablas viejas pero limpias de la entrada de su casa
de campo suspendida entre seis pilares que remontan la crecida del río en
invierno, del brazo de su padre.
El
reguetón cimbra en la atmósfera del congo como el empuje del entrar y salir del
sexo que se cumple fielmente en el piso de mas arriba.
José
Medina se pierde lentamente en la oscuridad lacerarte de la fría madrugada de
esa puta noche, dejando desparramada su vida como una estela, junto a los jirones
que en su recuerdo quedan de la que una ves fue Eugenia Del Pozo.
En
la esquina un farol de amarillenta luz lucha por romper la densidad de la
oscuridad de la noche, mientras que a lo lejos tristemente se escucha una radio
que en la madrugada canta “Nuestro Juramento” de Julio Jaramillo.
FIN
Carlos Vergancha Del Coito (El Rurro)