lunes, 9 de diciembre de 2013

Los caminos del Amor

Son las once de la mañana de un día soleado de verano; afuera la ciudad vive su frenético laberinto cotidiano; en el interior de la habitación, en la penumbra que débilmente alumbra la luz que se filtra a través de la celosía de una ventana que se abre hacia el interior de un área de ventilación, se dibuja la silueta de una joven mujer que yace lánguidamente, desnuda, sobre la cama del motel.

Su pelo oscuro como la luz de la habitación, se desparrama sobre la pequeña almo-­‐ hada entre rizos y perfume de shampoo. Tenuemente el perfil de sus caderas se dibujan mientras ella yace recostada sobre su costado derecho, en contraluz de la ventana. Como un suculento melocotón, sus nalgas exuberantes invitan a la repetición desenfrenada de nuevas experiencias de la locura del amor.

Ha pasado ya una hora desde que se inició el encuentro de sus pasiones, y mientras él camina saliendo del baño, se detiene a contemplar el regalo personalísimo que la vida le ha entregado generosamente en forma de una bella y joven mujer.

Imposible no permitir que un tumulto desbordado de pensamientos inunde su mente al recordar que desde hace siete años ha sido suya. Cada instante vivido a su lado se recrean claramente a su mente. Desde la inesperada y tímida experiencia de la primera vez que, a manera de asalto, sucedió furtivamente en un toilet, hasta las mas osadas y cada vez nuevas experiencias en las distintas variaciones que el sexo con la mujer que se ama se pueden concebir.

Han sido siete años de altos y bajos de una relación que se proyectaba como “tormentosamente estable” sin presentir, de ninguna, manera su inminente y traumático final.

Ya va siendo el medio día y, sin presentir el futuro, el uno al otro se prometen como siempre, una eterna fidelidad. Mientras se salen de cause sus contenidos deseos que ahora, desbordados, inundan la habitación con los sonidos de la pasión, lentamente y sin detenerse, el tiempo marca su tic tac.

Tal ves este sea su último encuentro, su última expresión de amor. Tal ves nunca vuelvan a expresarse en el idioma sin sintaxis, de la pasión.


Carlos Vergancha Del Coito (El Rurro)

jueves, 5 de diciembre de 2013



LA ABUELA   -   Relato


Entre la multitud que esperaba en el muelle la llegada de las lanchas que traían a tierra a los marineros del buque recién atracado en medio de la ría, obsesivamente Eudora buscaba encontrar, armada de una antigua y borrosa fotografía de un joven mercante con un solo ojo, al marinero que se le pareciera. “La abuela no notará la diferencia” se repetía, pues la pobre abuela pronto estiraría la pata.
La vieja estructura del muelle cinco, encajado el la rivera del malecón del ancho río, crujía suspendido en su andamiaje de antiguos palos de mangle prieto que, incrustados en el fondo del lodo que impúdica y paulatinamente descubría la baja marea, parecían disfrutar saboreando el fétido aroma del metano, como recordando sus mocedades de cuando se aferraban como árbol y en familia, a la tierra esmeraldeña.

Era preciso, se repetía mentalmente Ramira, encontrar aquella misma tarde al marinero de jarras o la “operación testamento” fracasaría; y sin posibilidad de un plan B, toda una estructura tan bien planificada se derrumbaría como los castillos de naipes que con su prima Laura construían de adolescentes a la sombra del porche trasero de la casa de su abuela durante las soñolientas tardes de calurosos inviernos. Se asombró que derrepente se acordara de aquellos acontecimientos; quizá el calor de esa misma tarde marzo de 1930 y la urgencia del plan entretejido entre ella y su tío, habían traído a su mente acontecimientos olvidados.

Súbitamente, como en un destello de esos que te despiertan de un brinco a la media noche, le pareció ver la imagen del marinero tuerto.

El negro Ebérgito Cimisterra, al que todos llamaban “Ebergito” se apresura para abrir la puerta que insistentemente golpea el Dr. Rojas.

-Cómo está la abuela, preguntó, al tiempo que exhalada una bocanada de humo que lo absorbía de su vieja e inseparable pipa mal oliente.

-Como siempre, respondió a la pegunta Ebergito, esquivando el humo.
- Como siempre malita, y nos preocupa.

El viejo negro había sido criado desde muchacho por la familia de la abuela y le guardaba mucha gratitud a la vieja por eso. Su madre había sido sirvienta en una antigua plantación de cacao del padre de la abuela y, decían las malas lenguas que era hijo bastardo de un hermano de la abuela, el cual había muerto de la peste bubónica allá por el 16.

Basta! Si continúo con este ejercicio no podré detenerme ni dormir hasta no completarlo, dice abruptamente este escritor. Simplifiquemos esta vaina que será mucho mejor. Ja Ja.

El nieto de la Abuela, el marinero tuerto, había muerto hace mucho tiempo ya, información que la vieja desconocía ó todos creían que desconocía.

La vieja es poseedora de una cuantiosa herencia y tiene una cuenta en un Banco suizo con una enorme cantidad de dinero que le dejó su marido ya fallecido.

Sin la presencia física del nieto especialmente querido y recordado, no habrá testamento y sin testamento, la batalla legal sería larga, ardua y tormentosa, pues primos lejanos estarían dispuestos a la disputa y el dinero de la cuenta se perdería porque la vieja es la única que sabe el cifrado de la clave.
La abuela, hace muchos años, cuando su nieto vivía con ella, le dio siete números de esa clave, que tienen relación con fechas y acontecimientos que solamente ella y su nieto saben. El muchacho los memorizó y los cinco restantes códigos, le dijo la abuela, se los daría antes de su muerte.

Por tal motivo TODOS necesitan del marinero para obtener ese código de alguna manera ya que la abuela está enferma, ya no se levanta de la cama y todos temen que muera.

El marinero de un solo ojo, enterado del plan, fabrica su propia estrategia para sacar provecho personal de la situación, pues, siendo pieza clave, domina el escenario de la intriga… Pero él no conoce los siete primeros números de la clave ni conoce las fechas ni los acontecimientos que los verifican.

Eudora, nieta de la abuela, pretende, convencer al marinero tuerto, de que juntos podrían aprovechar la situación e huir fácilmente en el viejo barco que reparan en el astillero, lejos y ricos; mientras que los familiares que ya se sienten beneficiarios, cuentan el dinero y las propiedades que aun no poseen, mientras pretenden no dejar testigos vivos.

Todos tienen organizados sus planes y cubiertos sus flancos. Todos dan por hecho sus planes, pero… se olvidaron del negro Ebergito.

Continuará una noche de estas en que el sueño huya y las musas vengan.


Carlos Vergancha Del Coito (El Rurro)

HISTORIAS URBANAS

Apresuradamente por llegar a su destino, Ramón Rojas, cruzaba el parquecito de San Agustín una tarde de domingo bajo el sol de las 3 y media de la tarde. Venía de un encuentro con su tía Emilia, que había venido de Tenguel y se regresaba aquel mismo día. Tenía que aprovechar la oportunidad de enviarle a su familia un dinerito que había ahorrado, además del gusto de abrazar a la a la enjuta y diminuta tía Emilia.
Entre la gente que esperaban la llegada de los buses que de dirigen al suburbio estaba, tímidamente forcejeando por mantener su puesto, Eugenia del Pozo. Aquel día trabajó horas extras en la tintorería y deseaba arreglar su pequeño cuarto que alquilaba en un antiguo conventillo. Soñaba siembre con tener una habitación mas decente fuera del peligroso y contaminante vecindario. Quería compartirla con María, su media hermana,  a la que deseaba traer a Guayaquil. Eugenia añoraba los perfumes y recuerdos, que cual pentagrama multicolor, se diluían en sus recuerdos del campo lejano del cual ella provenía.
-¡Deja que suba primero la señorita! Le dijo enojado Ramón al pasajero que le impedía el paso a Eugenia.
-¡Ya sapo! Fue la respuesta de aquel.
Ramón recordaba con lujo de detalles el día, la hora y las circunstancias de la aquella primera vez en que cruzaron sus miradas. Había visto muchas, pero como aquella, ninguna. Fue como una aparición predestinada; como un encuentro con el destino; como una mágica premonición que marcarían sus vidas para siempre. Durante sus primeros meses de casados, juntos evocarían aquel fugaz encuentro.
Eugenia amaba a Ramón por su coraje, esfuerzo en el trabajo, responsabilidad, porque se sentía correspondida y… simplemente “porque lo amaba”
Aquella tarde del 25 de octubre de 2007, descubrió la principal razón de su existencia y comprendió el por qué, teniendo espacio entre su corta familia en el campo, ella decidió a pasar calamidades en esta: la gran ciudad. Es nuestro destino, decía siempre, como quien no dice nada.
Apretujada en la buseta que ingresa a Bastión Popular y que viene desde el sur, cruzando en su totalidad la Avenida Machala, Eugenia regresaba de la tintorería, lugar de su trabajo donde atendía al público. El olor de la mugre ajena y el de las hilachas textiles suspendidas en ese ambiente, la hacían disfrutar de la brisa que entraba por las ventanas del atestado autobús. Nuevamente, y mientras la tarde se moría atrás del cerrito verde, Eugenia regresaba a su humilde vivienda con la ilusión de estar con su marido.
-Ojala lo dejen salir a tiempo de su trabajo, pensaba. Los patrones exigen mucho y no le pagan sobretiempo. Por lo menos la paga, aunque poca, es segura.
Absorta en sus pensamientos y planificando una comida rápida y frugal para su marido, la 125 llagaba ya casi a su destino. Desde este punto el carro sube una tortuosa cuesta empolvada y el olor de su barrio empieza a hacerse presente.
Entre el bullicio de los chiquillos que juegan a la pelota, el juguero y el de las prostitutas recién levantadas y que tratan de sacarse la chupa de ayer bebiéndose una cerveza con los malandros de la esquina, y se acicalan para su trabajo, el vaho de la miasma que se vierte rebosante a la calle desde las improvisadas alcantarillas como un líquida turbio de lo antier fue arroz con menestra, empieza a disiparse lentamente mientras se enfría la tarde.
-Pare!, Pare!, dijo la gorda colorada del último asiento mientras empujaba su voluminosidad lubricada por el sudor de los pasajeros y sus propios efluvios que chorreaban por su gordo cuello.
-¡Que pare le digo!
Aprovechando la estela de espacio vacío que dejaba la obesa mujer tras de si, Eugenia busca el espacio para seguirla y bajarse del colectivo. Total, ¡que para algo que sirva su vecina!
Caminando hacia su casa por el empinado callejón, Eugenia observa como discurre la vida de la que quisiera pronto salir. Varios crios mugrientos chupando mangos con moco y con las manos sucias, y a sus despreocupadas y regordetas madres conversando sentadas en los zaguanes, comentando la aventura Doña María con el carnicero, al tiempo que muestran sus interiores al transeúnte.
Su casa queda a la media bajada del otro lado del cerro al que finalmente corona. Qué distinta es la brisa en este lado, se dice, mientras emprende la bajada.
-Hola vecina, ¿llegando del trabajo? pregunta Dolores, cuyo marido vende pescado en la Caraguay y que muchas veces le ha regalado lizas y unas cabezas de corvina.
-Si. Y un poco cansadita vecina. ¿Cómo están sus niños? En el camino encontré a su Manolo jugando a la pelota…
-¡Ese muchacho no quiere estudiar! …ni ayudar a su padre en la venta… pero estamos contentos porque no tiene vicios…
Habiendo detenido el ritmo de sus pasos, finalmente Eugenia ingresa a su habitación después de luchar con la cerradura de un enorme y viejo candado.
En la rústica ducha y a través de la limpia cortina de plástico, se percibe la turgente figura de la hermosa mujer. Ahora que cumplió los veinticinco está mejor y mas bonita que cuando conoció a Ramón hacía ya tres años. Cada movimiento de su cuerpo al recorrerlo con sus manos, es inspirador.
-Ramón, ¿eres tu?  Pregunta Eugenia al escuchar pasos en la habitación.
-Si mi amor, hoy salimos tarde y estoy hambriento. ¿Tienes algo de comer?
-Primero báñate, le contesta Eugenia.
-¿Está el agua fría?   Pregunta Ramón indeciso todavía.
-Si! …pero yo estoy caliente le contesta Eugenia.
Con ese argumento, Ramón le pierde el miedo al agua fría.
Una vez en la cama y ya mucho mas tranquilos, luego de gozar con entusiasmo de sus descargas hormonales juveniles, Ramón y Eugenia finalmente duermen.
El silencio de la noche se rompe abruptamente con el crujir de viejos maderos rotos y el seco golpe de un enorme peso que cae en tierra: ¡son los tumbapuertas!
Desde que Eugenia llegó hace tres años al barrio del Cero de las Iguanas, allá en Bastión Popular, sus diarios recorridos por los empinados callejones del muladar, llamaron poderosamente la atención de sus vecinos: estaba fuera de lugar como una mancha blanca lo está encima de la mugre.
La organización jerárquica de control y mando del barrio se desplegaba de arriba para abajo en orden inverso a la moral. La ley de la selva cumple textualmente sus artículos con trofismo que espeluzna. El infierno calienta tanto a la fría noche, como agusana corazones.
Bicho Malo, El Manaba y Perro Vago eran integrantes de un subgrupo de delincuentes comandado por N.N. Jabón, mas conocido como “Jaboncito”, mas por referirse a lo resbaloso que al diminutivo de su apellido. Jamás se inmutaba por que le dijeran que era un hijoeputa. Con orgullo decía que si, que su madre, que hasta los cincuenta años trabajó de puta, con el sudor de su culo le dio de comer. Solamente diferenciaba la intención, la inflexión o el tono de la voz del que se lo espetara, para marcar la diferencia de su reacción que podría ser mortalmente violenta.
En la esquina del barrio, al lado del chongo de la vieja Pepa, este grupo antisocial planificaba sus golpes al calor del puro y uno que otro cigarrillo cargado. Tenían una obsesión y ella era la pelada esa aniñada que se pedorreaba por la oreja llamaba Eugenia. Si, Eugenia, la mujer del macito ese zanahoria que sabían que se llamaba Ramón y que muchas veces le buscaron trovo sin conseguir que reaccionara, “ha de ser maricón ese jodido hijoeputa” comentaba Jaboncito mientras escupía un sorbo de aguardiente, como manda la buena cortesía del bebedor marginal. Le habían realizado toda una disección morbo-anatómica de cada una de las partes de Eugenia. Lo que les faltaba era la verificación científica en la praxis; y justamente eso se planificaba.
El reloj de Perro Vago marcaban las 2 menos cinco de la madrugada de una lluviosa y cálida noche de invierno. El sonido de las gotas de agua sobre los techos de zinc apagan cualquier otro sonido nocturno. Hacia calor y el grupo de Jaboncito sudaba dentro de los fétidos encauchados que revelaba los múltiples iviernos pasados.
Su intención no iba mas allá de la de sorprender a la pareja, inmovilizar al mariconcito del marido para que disfrutara como invitado de primera fila de unos cariñitos especiales que tenían planificados para la pelucona de Eugenia. Solo eso, nada mas. “Para que no coma solito” razonaba filosóficamente el Manaba; porque ahora con Correa “La Patria ya es de todos” sonreía mostrando el hueco de los dos dientes frontales que le dejó de recuerdo una antigua paliza que le propinaros los chapitas.
Forzar una puerta con violencia era su especialidad, el estilo tumbapuerta su preferido. En una secuencia de breves segundos se encontraron en el interior de la vivienda buscando ávidamente la cama para tomarlos de sorpresa. Ramón escucho el ruido extraño y pensó que había sido el estruendo de un trueno. Cuando reaccionó fue demasiado tarde. El estaba inmovilizado por los fuertes brazos del Manaba, mientras el resto de la banda trataba de doblegar el espíritu de lucha de Eugenia que, por el forcejeo, mostraba sus senos a la luz de la penumbra y dejaba adivinar la turgencia de una de sus piernas mientras era sostenida fuertemente de su cabellera por Jaboncito que extasiado disfrutaba de la escena.
-Tranquila mijita que hoy vas a saber lo que es verga, le repetía Jaboncito muy cerca de oído, como para animarla, pero sólo lograba que Eugenia se defendiera con mas violencia retorciéndose y cerrando sus piernas mientras Ramón trataba con todas sus fuerzas de zafarse de la llave de luchador que le impuso el Manaba.
El pensamiento de Eugenia estaba preso en la imagen de Ramón mas que en su situación de ser atacada. Deseaba que alguien viniera en su ayuda para que Ramón no pudiera zafarse en ese momento y atacara a sus agresores. Sabía que su marido la defendería hasta la muerte y eso mismo era lo que quería evitar. La escena pasó del tiempo real al de cámara lenta, salpicando la acción con los recuerdos de sus momentos felices en el campo donde con su hermana se bañaban en el río envueltas por el perfume del guayabo florecido, se percata del descuido del Manaba que por querer ver lo que ya empezaba a mostrarse por en medio de las piernas de Eugenia, distrae al delincuente que pierde el control de Ramón y ve, horrorizada, como su marido se abalanza contra el grupo que aún no se percata hasta que el Manaba les grita “cuidado”.
Con una reacción de procedimiento rutinario en situación de peligro, uno de los delincuentes saca de debajo de gabán una recortada que ante los ojos que por ningún motivo puede cerrara ya Eugenia aunque lo quera, ve como de la boca del arma se expulsa la muerte como una bola de fuego que se alarga fugaz y hambrienta y que desaparece casi al mismo tiempo de que Ramón, en el aire, es detenido a raya como suspendido en el infinito del tiempo y de su espalda brotan hilachas de sangre y carne que se atomizan en la atmósfera sobrecargada de calor de la habitación.
El olor del miedo ahora entremezclado con el de la pólvora y la sangre no podrán ser olvidados ni en mil eternidades juntas.
Los diarios recuentan a su manera la historia y la tragedia humana se convierte en estadística sin actores. Nadie supo, nadie vio; no escucharon, no los conocen y, aunque todos saben quiénes fueron, nadie se atreve a declararlo.
Al otro lado de la ciudad, en la tintorería donde trabaja Eugenia comentan la tragedia y su supervisor, hombre solitario de mediana edad -pues ya bordea los cuarenta- decide involucrarse con el propósito de llevar ayuda de amistad y económica a la recepcionista que atendía al público ya que en lo profundo de su corazón la admiraba. Nunca había comentando nada de su afecto por ella, a pesar que muchas tardes de poca actividad habían conversado por largo tiempo, porque sabía que amaba a su marido. Con los datos del registro del Seguro Social y los de empresa, arma su mapa de ruta para encontrar a Eugenia.
Con el desenlace trágico de la noche de los hechos, Jaboncito y su banda únicamente pudieron imaginar de muy cerca lo que ya habían imaginado de lejos. Lo que vieron en la penumbra de aquella noche sería un incentivo para terminar su tarea a como de lugar y por encima de todas las prioridades.
Del pueblo de Tenguel había llegado la madre de Eugenia, juntas enfrentaban los trámites en la PJ. Había declarado y estaba puesta la denuncia en la comisaría y también le habían adjudicado un agente para la investigación, trámite que en todos los casos se repite y nunca produce resultados. Pregúntenle a cualquiera de los denunciantes de delitos de robo, asalto y asesinato y les repetirán la misma experiencia sazonada con las mas abyectas y obscenas imprecaciones que involucran a las madres de los policías y comisarios en el oficio mas antiguo de la humanidad. Y este caso no podría ser la excepción.
Jaboncito era palo grueso en la PJ. Casi podía decirse que era agente encubierto o algo así como asesor en el Departamento de Inteligencia, por algo él era primohemano del cabo Troncoso, un investigador bajito, cetrino de mirada huraña que lucía un bigote que escondía una cicatriz de labio leporino, de voz ligeramente gangosa, mal geniado y con aliento a muelas podridas, algo así como el olor al hormado de la Navidad del año pasado alojado todavía entre sus piezas dentales.
La historia de la investigación había pasado ya por algunos estadios de dinero y mas dinero sin resultados satisfactorios y, al carecer de tan preciado elemento, la negociación se enfilaba al pago mediante el consabido descuento. Una tarde ardiente de sol invernal, confabulados un poli y Jaboncito, pusieron en funcionamiento el plan burundanga, infalible sistema que, mezclado en una bebida, se hace solito. Sola, sin defensa y burundungueada, Eugenia, se desplazaba en un carro de policía a lo largo de la calle Portete al caer la tarde. Mamá está en casa esperando pero Eugenia no volverá hasta pasado es segundo día.
La vieja Pepa, la del chongo en Bastión Popular, tiene otros chongos desparramados en la marginalidad y necesita peladas nuevas que le rindan buena lana. Su clientela, cuando da un buen golpe, gasta y paga muy bien por la carne fresca. El problema no es el billete, el asunto es tener buena mercadería, alegremente  dice. Jaboncito quiere ahora experimentar como chulo y dejar atrás la mala vida.
El tímido cuarentón que alguna vez fue supervisor de Eugenia, ha continuado en contacto con ella y con la madre, suministrando apoyo logístico en su antiguo lada que alguna vez fue carro del año y apoyando a la pareja con lo poco que había tenido ahorrado. Su interés por la muchacha era mas fuerte que las extrañas y denigrantes circunstancias a la que había sido sometida y por encima del razonamiento prevalecían las reflexiones de su corazón. Había tomado una decisión.
Recogiendo los despojos de su vida y tratando de sustituir con su fantasía las piezas que han sido destruidas, Eugenia y su madre, con la ayuda de José Medina, que es el nombre de su ex supervisor, deciden regresar al campo del cual provienen. Momentáneamente José Medina ha dispuesto su departamento, que es de dos dormitorios, para que en uno de ellos se instale Eugenia mientras su madre regresa a Tenguel para, junto a su hermana, preparar un lugar para ella. Afuera en la calle, en el entramado de la puta vida, como en un circula vicioso, se entretejen viejos hilos con nuevas circunstancias que sumarán nuevas tragedias.
La noche vuelve a ser el escenario que marca rítmicamente en su vaivén el péndulo que marca el tiempo de la vida. Jaboncito ya no anda con sus antiguos compinches. El había decidido cambiar de vida dejando atrás su pasado de malhechor de barrio y quería ingresar en el negocio de la vieja Pepa, había decidido escalar de rufián a chulo. Además, lo que ya había visto y probado de la profesión lo excitaba. Con un poco de esfuerzo sería el manager del mejor calzón que había conocido: la Eugenia.
Acompañado de sus nuevas amistades pertenecientes al grupo del negocio de la vieja Pepa, Jaboncito arma su estrategia. Conoce la nueva dirección de la chica, sabe en casa de quién esta posando y conoce también que generalmente se encuentran a la hora del almuerzo cuando ella sale por algún trámite. Es cosa de saber esperar y Jabón tiene paciencia.
El viejo lada, que una vez fue carro del año, se desplaza a lo largo de la calle Quito para tomar la Avenida de las Américas en busca de la Alborada, lugar de residencia de José Medina. Tenía planes de regresar a Bahía para visitar a su familia que vivía en San Vicente tan pronto dejara instalada en Tenguel a Eugenia. Aquel día había quedado con ella que la recogería al caer la tarde en la Terminal Terrestre ya que temprano en la mañana había viajado a su pueblo y regresaba a la ciudad a recoger otras cositas que tenía que llevar a la casa de su madre.
De camino a casa mientras contaba a José Medina de su familia y de las gallinas que habian muerto de la peste del moquilo, Eugenia compartía las cocadas y el manjar de leche comprados en le camino. Sorpresivamente mientras circulaban por el carril derecho de la Tanca Marengo, justo pasando el Mall del Sol, donde el desvío que va a La Garzota gira a la derecha, el Lada es rebasado por un Corsa azul que se cruza en su recorrido, deteniéndolos. Del vehiculo se bajan a la velocidad del rayo dos hombres armados que los intimidan, uno e ellos es Jaboncito. El viejo Lada que una vez fue carro del año se queda solo junto a la planta eléctrica del Mal del Sol extrañando las risas y la conversación de sus ocupantes.
La Vía a Daule es devorada rápidamente por el vehículo en que, secuestrados van José Medina y Eugenia del Pozo, viuda de Ramón Rojas, declarado muerto por muerte violenta una noche de invierno allá, en el Cerro de la Iguanas, a media bajada del otro lado de la loma. Eugenia cierra los ojos y vuelve a ver las nubes que desde la orilla el río, de niña, le parecían grandes bolas de algodón de azúcar, del que su padre le compraba en la fiesta del pueblo. Recordaba los cuentos que su abuelo Pancho le contaba acerca del hombre que se convertía en caimán para cruzar el ría y de las aventuras del Tío Tigre y del Tío Conejo en que la astucia del segundo vencía las trampas del primero. Ramón, aterrado.
El golpeteo del ripio sobre los guardafangos del vehículo semejante a una lluvia al revés, rompe el encanto de su fantasía y denuncia que han entrado en una guardarraya. La carretera principal se pierde entre la maleza mientras doblan por el camino pasando por un desguazadero con destino hacia la nada.
Dos años debían pasar para que José Medina se reponga de sus heridas psicológicas, porque las físicas fueron cosa de seis meses en el hospital. Fue testigo obligado de lo que Jabón originalmente tenía reservado al marido de Eugenia, con la diferencia que esta vez la escena fue la de un Kamasutra Recargado, digno del Séptimo Infierno Del Dante y recreado por Fellini… ¡Simbólicamente recargado en cada uno de sus detalles!
Un solitarios José Medina hombre maduro que ahora pisa los cincuenta, oriundo de San Vicente, provincia de Manabí, pueblito cito frente a la ciudad de Bahía y separado por el estuario del río Portoviejo, recorre polvorientas calles verificando las nuevas indicaciones que ha conseguido para ubicar a su Eugenia.
Un grupo de mujeres en un lugar sin nombre, porque ya no son necearías esas especificaciones, le indican con gestos de las manos y señales de direcciones a seguir, un rumbo que José Medina lentamente mira levantando la mirada que ahora es cabizbaja y se aleja del grupo que, mientras él se aleja, las mujeres ríen sin vergüenza como burlándose de su empeño, mientras reanudan sus conversaciones superfluas.
La noche, la música y el olor a licor, a sudor y a sexo se entremezclan con el ritmo. La madrugada vuelve a ser protagonista.
Un hombre entra en aquel tugurio asfixiante. Camina entre cuerpos que sensualmente se entrelazan y oscilan al ritmo del reguetón como gusanos en el vientre de un perro muerto… Entre las sombras fuman sórdidas las prostitutas. Cada chulo cuida la suya y cada cliente recibe el servicio por el que pagó… en un rincón manoseada “ella” arregla su negocio con un negro que le romperá el culo.
Ella lo ve venir. Lo ve acercarse incrédulo y pasmado… y antes de que llegue a acercarse demasiado, toma al negro ebrio de su cliente por el brazo, le da la espalda y suben por la rústica escalera que conduce a los cuartos del piso superior sin mirar hacia atrás. Lentamente ella se pierde entre las sombras que apenas rompen el foco rojo del segundo piso, mientras su imaginación la transporta a la escalera de tablas viejas pero limpias de la entrada de su casa de campo suspendida entre seis pilares que remontan la crecida del río en invierno, del brazo de su padre.
El reguetón cimbra en la atmósfera del congo como el empuje del entrar y salir del sexo que se cumple fielmente en el piso de mas arriba.
José Medina se pierde lentamente en la oscuridad lacerarte de la fría madrugada de esa puta noche, dejando desparramada su vida como una estela, junto a los jirones que en su recuerdo quedan de la que una ves fue Eugenia Del Pozo.
En la esquina un farol de amarillenta luz lucha por romper la densidad de la oscuridad de la noche, mientras que a lo lejos tristemente se escucha una radio que en la madrugada canta “Nuestro Juramento” de Julio Jaramillo.

FIN

Carlos Vergancha Del Coito (El Rurro)